Soberanía Alimentaria Ya! (Diálogos Ecologistas: transición en tiempos de crisis global)
Diálogos Ecologistas: Transición en tiempos de crisis global
SOBERANÍA ALIMENTARIA Y TRANSICIONES DESDE EL ECOLOGISMO POPULAR
Ana María de Veintimilla
Introducción
Este es un momento clave para hablar de la transición desde una perspectiva de los pueblos, los territorios y la naturaleza. Cuando el capitalismo asentado en la lógica de la explotación, el racismo y el patriarcado, ha puesto a la humanidad en una extrema vulnerabilidad expresada en la pandemia. La crisis climática se suma a una crisis de salud de dimensiones nacionales y globales, desnudando los mismos problemas estructurales que pasan la factura a los sectores más empobrecidos, mientras se beneficia a las élites nacionales y transnacionales con la profundización de esa misma lógica causante de las crisis: las privatizaciones, el extractivismo, el agronegocio. Al mismo tiempo, ha quedado claro que la alimentación junto con la salud son fundamentales.
En muchos sentidos nos hemos encontrado con la potencialidad del autocuidado, evidenciada en los territorios donde las organizaciones campesinas e indígenas, las redes y colectivos que trabajan por la agroecología, los barrios urbanos que tejen solidaridad con el campo, hicieron enormes esfuerzos para superar las dificultades en el contexto de la pandemia. Esto posiciona a la soberanía alimentaria como eje del sostenimiento de la vida, muestra la capacidad de resiliencia y la solidaridad de las comunidades que apuestan por su defensa. Esta apuesta garantiza el cuidado de la biodiversidad, la protección de la producción local y los mercados justos, fortalece las luchas por el agua, la tierra, las semillas. Por todo esto, urge visibilizar a los pueblos indígenas y comunidades campesinas y su compromiso por la soberanía alimentaria como clave para un futuro de vida en dignidad.
La Soberanía Alimentaria como garantía para la Salud
En todo el globo se han ido tejiendo iniciativas en defensa de la soberanía alimentaria desde su concepción en el año 1996, por la Vía Campesina. Pueblos originarios, organizaciones campesinas, de pescadores y recolectores, redes de mujeres, ecologistas, trabajadores del campo, han venido sosteniendo acciones en el ámbito de la alimentación en lo territorial, nacional e internacional en respuesta al modelo neoliberal y la globalización corporativa. Denunciando los peligros del desarrollo sobre las fuentes de sustento de las comunidades y la naturaleza. El paquete verde, el uso indiscriminado de agrotóxicos, la imposición de semillas transgénicas, la deforestación, el acaparamiento de las tierras cultivables y el agua, los tratados de libre comercio, el extractivismo, la contaminación de los espacios naturales.
Antes de la pandemia del covid-19, en varios países de la región ya hubo fuertes protestas para demandar un cambio profundo de las políticas económicas, sociales y ambientales. En Chile inició el proceso por una Nueva Constitución, en Colombia emergió una amplia coalición social que se plantea acceder al gobierno con demandas de mayor justicia y respeto a la vida, y en Ecuador surgió después del levantamiento de 2019, la Minga por la Vida como herramienta colectiva y diversa para construir y fortalecer las bases plurinacionales de una nueva sociedad.
Denuncian el diseño político del “modo de vida” moderno hegemónico, un patrón de poder sobre el que se erige una lógica particulamente violenta de concebir el mundo y definir el modo de vivir y reproducir la vida humana.
La pandemia evidenció las desigualdades sobre las que se erige la hegemonía. América Latina y el Caribe, fue la región más impactada en términos de contagios y muertes, crecimiento de la pobreza y pobreza extrema, y casi la mitad de la población (40,4%) en situación de inseguridad alimentaria. A la vez, durante la pandemia muchas organizaciones campesinas y redes comprometidas con la agroecología garantizaron el acceso a alimentos sanos y diversos.
Un estudio reciente del Grupo ETC- México insiste en que un 70% del abastecimiento mundial de alimentos viene de manos campesinas, pescadoras y recolectoras y confronta estudios recientes de la FAO que reportan que su contribución es un 35%. Según ETC, “los autores de la FAO hacen un llamado explícito… para una mayor atención hacia las grandes explotaciones agrícolas para abordar la futura demanda mundial de alimentos…sobretodo para el comercio y la exportación”. Bajo el pretexto de la pandemia y la inseguridad alimentaria en América Latina y el Caribe se insiste en que “las prioridades para los sistemas agroalimentarios (SAa) en los próximos años deben incluir invertir en infraestructura verde para ayudar a mitigar el cambio climático…e introducir iniciativas para impulsar la capacidad productiva”. También la ONU aconseja un cambio de política hacia un mayor apoyo a las grandes cadenas agroalimentarias. Estos lineamientos buscan influir para una mayor expansión del agronegocio en detrimento de la producción campesina. Cuando es esta la que posee las claves para mirar al futuro de la alimentación.
La agricultura campesina es la que alimenta al mundo, y contribuye al cuidado del planeta, genera importantes rubros de empleo, produce biodiversidad y mitiga el cambio climático. Así, la crisis global del covid-19 es un llamado urgente a fortalecer la apuesta en defensa de la soberanía alimentaria y la autodeterminación de los pueblos.
Transición frente al modelo agrobiotecnológico
La pandemia está relacionada con el modelo del agronegocio. Los seres vivos convivimos de manera simbiótica con los virus desde que se inicio la vida en el planeta. En los seres humanos, los virus ayudan a una gran cantidad de procesos metabólicos. Un virus se escapa cuando rompemos el equilibrio interior y exterior que mantenemos fisiológicamente, y por esto, uno de los posibles orígenes del covid es la devastación ambiental por la deforestación de bosques y en consecuencia la pérdida de equilibrio en esos ecosistemas. Hay una interrelación entre la expansión del agronegocio y la cría masiva de animales, que aumenta con la globalización, los viajes y el comercio internacional de commodities. Todos estos factores repercuten gravemente en la vida de las poblaciones humanas y no humanas, en su modo de vida y salud, y la de todo el planeta, ya que a mayor pérdida de biodiversidad, mayor probabilidad de nuevas pandemias y mayores impactos de la crisis climática.
El modelo del agronegocio es insostenible, provoca enfermedades en las personas y daños en la naturaleza, generando pandemias que a su vez, son aprovechadas para aumentar la producción y venta de plaguicidas, y promocionar las semillas y cultivos transgénicos. Al mismo tiempo se pone trabas a la producción campesina acaparando recursos vitales para su agricultura y subsistencia, su cultura y valores comunitarios, aplicando todo tipo de leyes que afectan a la soberanía alimentaria. En la pandemia se aplicó la Doctrina de Shock, referida por Noemi Klein, pues se tomaron medidas que violaban los derechos de la gente y que no se habrían podido tomar en otras condiciones.
En América Latina buena parte de la tierra se destina a la exportación ya sea agrícola, de minerales o petróleo. En Colombia, como explica Dora Hincapié, “nuestras políticas dependen del agronegocio, el presupuesto grande es para la guerra y para el extractivismo, y por el contrario, poca inversión para la agricultura, educación y salud de los ciudadanos y los pueblos campesinos y menos aún para las mujeres campesinas”. En los países está muy difundido el discurso de que el extractivismo y los megaproyectos son la solución a la crisis cuando sus implicaciones son negativas para los pueblos y la naturaleza, dejando grandes niveles de contaminación y fragilizando la soberanía alimentaria. Hablar de transición implica considerar todos los problemas del extractivismo y del agronegocio que están relacionados y sus impactos en diferentes escalas.
Es urgente fortalecer las iniciativas locales como redes de producción agroecológica para proveer a las ciudades, con plataformas para facilitar la comercialización. La transición tiene que ver con reducir desigualdades, demandando mayores presupuestos públicos en bienestar social, educación, salud, condiciones de vivienda y de trabajo. Además, como enfatiza Elizabeth Bravo,
“Es urgente demandar garantías para la producción campesina, de los pueblos y de las mujeres, junto con regulaciones para facilitar el consumo local, soberano, diverso y sano. Fortalecer la lucha frente a los extractivismos para garantizar la subsistencia, de la mano con el cumplimiento de los derechos colectivos. Valorar los bienes comunes como el agua, los bosques, sosteniendo acciones y compromisos con nuestras redes cercanas. Resolver el acceso a los alimentos en las comunidades, ejercer mayor presión a los gobiernos, y fortalecer las alianzas campo-ciudad”.
A pesar de las adversidades y desigualdades persistentes que minan sus economías, las comunidades campesinas alimentaron a los sectores más vulnerables porque mantienen acciones con fuerte raíz en la organización comunitaria en sus territorios.
Las mujeres y la Soberanía alimentaria
En Ecuador, las organizaciones indígenas y las mujeres han tejido un compromiso profundo por la defensa de la soberanía alimentaria. Levantando procesos en torno al fortalecimiento de la agroecología campesina, la defensa y libre circulación de las semillas nativas, la comercialización de alimentos, la transmisión e intercambio de conocimientos alimentarios y de salud, la formación política en sus comunidades con estrategias creativas y movilización social para incidir en las legislaciones y exigir que se cumplan las garantías para su consecución establecidas en la Constitución de 2008. A pesar de las políticas agrarias contrarias a la agricultura campesina y de las mujeres rurales, la red campesina produce más del 50% de alimentos con solo el 6% de la superficie.
El acceso limitado a recursos vitales para la agricultura amenaza al total de la sociedad con una mayor dependencia de recursos financieros para la compra de alimentos, generalmente de origen industrial, con el agravamiento de la salud y el progresivo abandono de la agricultura campesina. El control de la tierra, el agua y los bosques como base del capitalismo y de su acumulación de poder político y económico es fundamental para sostener el modelo vigente, la homogenización de la alimentación y la anulación de la diversidad cultural.
En las últimas décadas el capital inmobiliario y la expansión urbana, la prevalencia de la concentración de tierras y la expansión de la agroindustria, priva del acceso de recursos claves (agua de riego y tierra) a las comunidades campesinas. Se suma el énfasis en el modelo basado en la extracción de petróleo y minerales que profundizan el desplazamiento de comunidades y otros impactos sociales y ambientales.
La pandemia del covid-19 evidenció la necesidad de repensar profundamente nuestra relación con los cuidados y la salud. Fueron las comunidades y pueblos originarios de la región quienes enfrentaron mejor la pandemia, desde la potencialidad de lo comunitario. Activando sus conocimientos y prácticas alimentarias y medicinales, revitalizando sus chakras, intercambiando alimentos entre los diversos pisos ecológicos, circulando semillas nativas, acogiendo a sus familiares de las ciudades, y donando alimentos a las poblaciones más vulnerables.
En el cantón Cotacachi de la provincia de Imbabura, en medio de la emergencia sanitaria, las organizaciones indígenas y campesinas enviaron una veintena de camiones de alimentos hacia las ciudades más afectadas, a la vez, se organizaron para abastecer de alimentos diversos y sanos a sus propias comunidades. Realizaron en sus comunidades el Muyu Raymi (feria de semillas), para intercambiar semillas nativas. Paralelamente mantuvieron el intercambio de conocimientos y prácticas de salud tradicional con otros pueblos. Además crearon comisiones a nivel de territorio para establecer medidas sanitarias acordes con las particularidades culturales y del territorio, en vista del abandono del Estado. Frente a la supremacía del capital por encima de la vida de la gente y el planeta, la red campesina demostró la centralidad de la soberanía alimentaria, de la solidaridad y de la autodeterminación de los pueblos como clave para la transición.
El poder transformador de la lucha campesina
En Colombia, en el Municipio del Támesis en Antioquia, el 93% del territorio estaba amenazado por proyectos de minería para la explotación de oro y cobre a gran escala por la empresa transnacional Anglo Gold Ashanti (AGA). En esta rica región viven familias campesinas que se han dedicado ancestralmente a la agricultura, de manera que, en palabras de Dora Hicanpié “la idea de la explotación minera trajo mucho miedo de perder nuestros cultivos, la montaña, que el agua deje de correr.”
La región del sudoeste colombiano que el gobierno ha denominado “Cinturón de Oro de Colombia”, es un territorio biodiverso y un reservorio importante de agua. Los pueblos del Támesis no quieren minería, por lo cual desde el 2017 han venido ejecutando acciones legales para defender su territorio y formas de vida, el turismo comunitario y la producción campesina para el autoconsumo y la comercialización interna.
En el 2021, a través de una consulta popular, las comunidades lograron parar el proyecto “La Colosa”, que pretendía ser la mina de oro más grande de América Latina. Aún queda el proyecto “Quebradona”, que perforaría montañas donde nacen importantes afluentes de agua y bosques de gran biodiversidad, de gran relevancia para la población y para mitigar los impactos del cambio climático, que ya se siente en los largos periodos de sequía en la región.
Las vigilias en defensa del territorio de las comunidades campesinas del sector, han permitido a las personas encontrarse, crear relaciones y redes para fortalecer la soberanía alimentaria, y crear fuentes de sustento basadas en sus potencialidades. Dora Hincapié comenta sobre este proceso,
“en las vigilias nos organizamos entre familias en ‘unidades productivas’ y empezamos a promover y fortalecer el procesamiento artesanal de alimentos y productos. Creamos asambleas para conversar y llegar a acuerdos entre todos. Este ha sido un proceso muy difícil, de pensarnos como colectivo, pero donde prevaleció el deseo de mantener la armonía y fortalecer a CESTA.”
Aparte del desafío de consolidarse como colectivo, competir con los productos agroindustriales con (falsos) menores precios y estrategias de mercadeo empresariales ha sido otro de los desafíos. A pesar de esto, la Asociación lleva casi una década funcionando. Las mingas son otro eje importante de la organización, que han servido, explica Dora, “para darnos cuenta del valor del trabajo del otro.” Además CESTA ha ido construyendo alternativas económicas de ahorro que sostienen la organización, cubren gastos de comercialización, apoyan en emergencias a las unidades productivas y facilitan créditos para mejorar sus micronegocios.
La Asociación, mayormente conformada por mujeres campesinas, se sustenta en la participación de las mujeres en todo el proceso de producción y elaboración de productos. Desde la selección de la semilla, conservarla, sembrarla, esperar la cosecha, consumir los alimentos, transformarlos, hacer el mercadeo y el trueque. Por esto, manifiesta Dora “la producción de nuestros alimentos es la apuesta política más fuerte que hay para generar autonomía para las mujeres y para las comunidades.”
En CESTA, las comunidades campesinas han trabajado en la revalorización de la cultura campesina, la riqueza de los productos, y el valor de transformarlos en vez de entregar el esfuerzo del trabajo campesino en otras manos; además han promovido la vinculación de jóvenes en estos procesos.
Hoy, algunas fincas procesan hasta el 70% de sus productos. Lo que ha incluido el tránsito de algunas familias hacia la agroecología, constituyéndose en un referente para otras comunidades.
El proceso de los y las campesinas del Támesis en torno a la defensa del territorio, a fortalecer los modos de vida campesinos y la soberanía alimentaria desde el encuentro, el trabajo comunitario, la autonomía y la autodeterminación, evidencian el poder transformador de la lucha campesina como clave para mirar al futuro dese el cuidado de la vida en los territorios y el planeta.
Salud, semillas y soberanía alimentaria
La pandemia impulsó el regreso de personas de las ciudades al campo a cultivar la tierra. En Chile, en la capital, grupos de mujeres de la ciudad y de comunidades rurales cercanas se organizaron para sembrar huertas comunitarias, evidenciando cómo la soberanía alimentaria cobró nuevamente una importancia central para la salud y los ecosistemas. Sin embargo, anota Lucía Sepúlveda “para que podamos decidir qué comemos, que las comunidades tengan libertad y no les condicione el Estado, sino seguir a sus ancestros y deseos, tienen que contar con tierra, agua y semillas tradicionales, vitales para la agroecología”. En este país la tierra está acaparada por el agronegocio y las empresas forestales; el agua -bajo la Constitución aprobada en la dictadura- es un derecho del sector privado y quienes la usan son el agronegocio, la minería y las empresas forestales, y por tanto, las comunidades rurales cercanas tienen que conseguir su agua a través de camiones municipales.
Las semillas tradicionales son escasas porque predominan las semillas industriales que usan los cultivos convencionales y de agroexportación. Así mismo, en las últimas décadas se ha incrementado la importación de plaguicidas, que por los Tratados de Libre Comercio (TLC), resultan baratos y libres de aranceles, volviéndose en una ventaja para los medianos agricultores y las empresas. Entre 1984 y 2020 se importaron 13 veces más toneladas de plaguicidas (de 5.577 ton a 73.961 ton) muchos de ellos altamente peligrosos, aprobados en Chile, pero prohibidos en los países de origen, como la Unión Europea. Los TLC amenazan con el desalojo y precarización del campo y sus pueblos, con grandes ganancias para las compañías semilleras y el agronegocio, mientras refuerzan un modelo extractivista de agricultura convencional.
La agricultura en Chile es una alta emisora de carbono, por lo que contribuye al calentamiento del planeta. Por otra parte, el uso de plaguicidas, a más de contaminar los suelos y el agua, incide en la salud de las personas y comunidades que trabajan en el campo. Según Lucía,
“Hoy las mujeres presentan altos índices de cáncer, una de las segundas causas de muerte en el país. En vez de soberanía alimentaria predomina la dependencia alimentaria. Se abandonaron los cultivos tradicionales de legumbres, porotos, lentejas, garbanzos…en favor de productos para la agroexportación, para los desayunos del norte. Para que en Francia, en Alemania o China puedan tener avellanas, o cerezas fuera de su temporada”.
El modelo agroexportador conlleva el empobrecimiento de las dietas tradicionales y una alimentación poco nutritiva, de origen industrializado, que no permite a las poblaciones defenderse bien en un contexto de pandemia, sobre todo a los sectores populares que fueron sus mayores víctimas.
Actualmente, existen además otras amenazas para la soberanía alimentaria. Por un lado, la aprobación del Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico (TPP-11), un acuerdo comercial que involucra a 11 países, con graves repercusiones para los derechos humanos y la naturaleza, y que ha encontrado mucha oposición en las comunidades urbanas y campesinas en Chile y en la lucha para cambiar la Constitución. Por otro lado, propuestas para nacionalizar minerales como el litio, implican desconocer a los pueblos originarios, su territorio y sus ecosistemas, y mirar a la naturaleza como algo externo que se negocia.
Uno de los pilares de la soberanía alimentaria es la semilla tradicional, que tiene historia, es portadora de defensas, y es capaz de resistir el cambio climático. Según un estudio realizado en 2020, en Chile están en riesgo el 48% de las semillas tradicionales que se analizaron en una muestra de 190 semillas. Las que están en estado “abundante” son solamente el 9%.
Las luchas históricas por el agua, las semillas, la salud, y en defensa de los derechos hoy son demandas importantes de los movimientos sociales, resultando en el estallido social para cambiar la Constitución. Este proceso de lucha tiene como constituyentes sobre todo a mujeres que no pertenecen a grupos de la política tradicional, sino que vienen de movimientos sociales, organizaciones feministas y de pueblos originarios. Como cuenta Lucía,
“se está entablando una alianza de demandas históricas para lograr nuestra liberación como pueblos de este terrorismo de Estado al cual hemos estado sometidos…es un proceso muy intenso, lleno de esperanza y también de ataques, como era de esperar. Pero ahí estamos las organizaciones y los compañeros y compañeras constituyentes”.
Uno de los temas que se quiere incorporar en la nueva Constitución son los derechos de la naturaleza, teniendo el caso ecuatoriano como uno referente. Que se garanticen derechos al agua, a la semilla, a los polinizadores, a los seres vivos, a los ecosistemas. También incluir el principio de precaución, aquel que llama a los Estados a facultarse para tomar decisiones aun cuando la aseveración académica no esté absolutamente consensuada y completa, es decir, partir de la evidencia de daños que se vive en los territorios para tomar medidas. Por ejemplo, estas medidas podrían ser prohibir los plaguicidas nocivos por sus riesgos para la salud pública o el medio ambiente. Además este gran movimiento social propone el post extractivismo para parar los graves impactos en los territorios y el despojo a los pueblos de sus fuentes de vida y recursos. En soberanía alimentaria, el movimiento campesino plantea una nueva reforma agraria, de la mano de la desprivatización del agua, y declararla como un derecho humano y de los ecosistemas. En lo referente a la semilla tradicional, que se garantice a los pueblos y comunidades locales su recuperación, multiplicación y comercialización.
Finalmente, con la pandemia se activaron iniciativas como las ollas comunes, los huertos urbanos, cooperativas y redes alternativas de abastecimiento e intercambio frente al papel nefasto de los grupos de poder, las políticas privatizadoras y el alza del costo de vida. En este proceso “se ha ido tejiendo una red muy vital de jóvenes, mujeres, niños, niñas y comunidades para la defensa de la reproducción de la vida”, manifiesta Lucía. La lucha social se fortalece cuando incorpora a los y las jóvenes como sujetos políticos que traen propuestas, y a las mujeres que son las más activas en la defensa del territorio y entienden las implicaciones y cómo enfrentar la crisis climática.